Para multiplicar
–contrariamente a lo que imaginan las maestras de la primaria- es necesario
dividir primero: para dar forma a eso que nos conserva, nos suprime y nos
supera, antes debemos perder en algo y ganar en algos ajenos. En el mundo de
las ajenidades convivientes los ríos son rojos, los cielos se disputan un lugar
en la solapada brisa y las almas sin cuerpo se sientan en ronda para conversar
sin voces.
Una de las
tantas semi-existencias que pueblan este mundo se siente sola. Está rodeada de
otras miles, pero su soledad es necesaria y suficiente. Las otras, que han
vivido ya varias veces la escena de la despedida, intentan consolarla. Los
pequeños entes inertes la saludan con mucho de tristeza. El jardín ha florecido
y está lleno de crisálidas que se confunden con los pétalos vacíos de rocío,
las nubes más acuosas que lo que acostumbran y el dolor más presente que nunca.
Todas la rodean
y le danzan alrededor, entienden que este mundo es más simple que lo que se
llama en sentido estricto mundo, saben muy bien que aquí cuando se dice vida no
se esperan represalias por ello, tienen en cuenta que el lila de sus voces es
indescriptible en el mundo de la forma.
Ella, más
egocélula que nunca, comprende que jamás va a volver y engaña a las otras con
promesas de visitas que jamás cumplirá. Quizás el resto lo siente aún más que
ella misma, que llora, anaranjada, en la frontera de la existencia. Todas la
despiden con impotencia y las lágrimas producen fuentes momentáneas de energía.
Un ambiente muy
denso rodea la despedida, que se hace más corta que de costumbre. Hasta que se
largó a vivir.